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Criticas y Comentarios

Alexis Pérez-Luna, crónicas sobre muros

Con irónica audacia Pérez-Luna fotografía el letrero publicitario de un refresco cerca de la Plaza Venezuela en Caracas: «A gozar la realidad», frase que luce paradójica frente a las perplejas carencias económicas y la cruda situación social y política que vive el país hacía mediados de los años setenta. El fotógrafo no sospecharía que esta imagen se transformará en el ápice de un inmenso corolario de fotos donde el asunto central son los letreros diseminados a lo largo de toda la geografía nacional, tema sustancial en su poética fotográfica. Ya sobre fines de la década presenta otra estampa donde se lee «Letreros que se», y al final de esta frase el mural de unos inmensos ojos que ven, que miran inquisitivamente al espectador. Su conceptualización servirá para la cubierta del fotolibro Letreros que se ven (1979) donde se reúne un importante conjunto de trabajos de El Grupo (1976), asociación de fotógrafos donde además de Alexis Pérez-Luna, participa Luis Brito como la figura aglutinadora, Ricardo Armas, Vladimir Sersa, Fermín Valladares, Jorge Vall y Sebastián Garrido, quienes en un primer momento optan por recorrer pertinazmente el país. Se trata del primer colectivo de fotógrafos que se impone semejante tarea, cuyos ensayos suponen una ampliación del discurso fotográfico hacia la aproximación al argumento social en este género, aspecto que de inmediato los coloca en el mismo orbe que sus pares del resto del continente.
Los miembros de El Grupo registran polvorientos caminos, fieras peleas de gallos, cementerios sin deudos, fachadas de casas populares y restos de olvidados edificios coloniales que sobreviven con tenacidad a la intemperie y a la inquisidora indiferencia. Retratan las coloridas fiestas tradicionales, los oficios religiosos, todo un inventario en torno a las amarras del tiempo que transcurre en los pueblos. Sin embargo, estos fotógrafos que viajan a menudo admirados ante lo que le ofrece la Venezuela rural, el paisaje siempre diverso, basto, misterioso y evasivo, encuentran al mismo tiempo consignas y letreros escritos o pintados sobre viejos muros o sobre cualquier superficie que dejara expresar un mensaje, muchas veces de inconformidad. Estas pintas industriales o de ejecución popular se transforman en un tema embriagador para estos artistas, sus imágenes permitían preservar estos contenidos, ya que la naturaleza cambiante del país habría de precipitar su desaparición. Sus instantáneas sustentadas en este argumento representan el subterfugio perfecto para revelar la forma como viven y piensan los pobladores del país. Sus gráficas logran fusionar la palabra y la imagen, creando con ello un discurso inequívoco, una dialéctica que se sustancia en avisos satíricos, consignas políticas del candidato de turno, publicidad desmedida y propagandista de un progreso que nunca llegaría a caseríos y poblados. Los letreros se convirtieron en la trama hegemónica y de confluencia para El Grupo, una bisagra hasta entonces sólo abierta por Daniel González en el fotolibro Asfalto infierno (1963) con texto de Adriano González León y por Bárbara Brändli en Sistema nervioso (1974) con la colaboración de John Lange y Román Chalbaud, pero más enfocados en Caracas y no en el resto de la geografía venezolana.
Es en medio de este escenario Pérez-Luna emprende la necesidad de capturar o trasladar la realidad a la película, más aún cuando en sus trabajos encomendados para revistas y periódicos le exigían la mayor veracidad. Llega a los pueblos con la premisa de registrar el instante. Se propone documentar cómo vive la gente y sus costumbres, sin abandonar la relación geográfica y social, de allí que la fotografía documental le es imperiosa. Esta cercanía con lo agrario y el mundo rural no le es ajena, pues desde muy pequeño vive con su familia en una hacienda en Villa de Cura, estado Aragua, donde su padre se desempeña como agricultor. Y de igual forma entre 1957-1959 reside en Calabozo, estado Guárico, población de la región central donde las inmensas llanuras comienzan a extenderse hasta el horizonte.
Esta alianza entre lo documental y vivencial ratifica su comprensión y acercamiento objetivo a la realidad, aunque sin preceptos definitivos, conducido por la emotividad del azar, asentando todo frenéticamente. No obstante, el fotógrafo muestra una cabal predilección por los letreros, aquí da rienda suelta al género de las interpretaciones, goza yendo a la deriva, fotografiando anuncios jocosos, aquellos de una ingenuidad prístina, los encantadores avisos mal escritos que hablan de quien los escribe y de su instrucción. Las vallas publicitarias en medio de las carreteras o en los pueblos que en su mayoría fueron hechas para otros públicos, para otros contextos y cuyos ejemplos abundan en toda la América Latina. También las inscripciones callejeras de la sátira política, aquellas inconfundibles voces con que el pueblo se resguarda con humor de sus gobernantes. Pérez-Luna retrata otro orden de rótulos, aquellos que están a orillas de las vías desoladas, aquellos que tuvieron un pretérito mejor y que lucen hoy en lacerante abandono. Una de sus fotos evidencia el aviso de una puerta improvisada hecha con retazos de palos y maderas: «No pase casa de familia», advierte el cartel, aunque no conocemos los rostros de los ocupantes de la vivienda, inferimos el grado de precariedad y desamparo del grupo familiar dadas las cicatrices y hosca silueta del portón de entrada.
En algunas de sus fotografías refleja la cotidianidad, el transcurrir del paso flemático del tiempo, en otras ese mismo tiempo y la intemperie ha hecho estragos sobre la terquedad de los muros. En otras pareciera que el fotógrafo se hubiera tomado la utópica tarea de registrar un mundo en vías de desaparición. La fatiga de los tesoros arquitectónicos, la invisibilidad de los habitantes y los letreros que anuncian como ánimas en pena. Ironiza cuando plasma la bodega La Fortuna José Hernández Juárez, ya que según parece esa suerte está acabada, un diluvial aguacero arrastró una montaña de escombros y barro justo en su frente.
Las imágenes de Pérez-Luna socavan la realidad, posibilitando un acercamiento a lo surreal, a mundos confinados, a huellas del pasado, a universos construidos que parten desde una escenario misterioso e inquietante. La mirada ávida del fotógrafo nos expone un contexto desafiante y subvertido. Al punto que nos cuesta creer si es verdad todo cuanto presentan sus fotografías o si se trata de veracidad inclasificable y promiscua. Al construir su propio lenguaje nos descubre que lo real es escaso para describir el mundo, al menos el mundo que nos propone Pérez-Luna. Negarle a la fotografía su carácter fidedigno ante la realidad es una quimera, pero bien sabemos que no todo lo que vemos es siempre exacto, sobre todo si alguien incorpora su voz, su verdad, su evangelio. De allí que la ausencia sea el barniz que deja el fotógrafo en cada una de sus imágenes y por tanto la clave para definir mejor su trabajo. No es exagerado afirmar que sus fotos poseen la impronta de la calle ciega, el destierro, la incomunicación, la soledad y el desamparo. Todos juntos, todos a la vez.
También el panorama no es muy distinto al resto de su trabajo cuando transcurre en Caracas y otras latitudes del mundo, donde consigue igual número de motivos para la cámara. Sus fotos conservan esa misma veracidad reductiva, ausencia a fin de cuentas, no encontramos gente caminando, ningún vendedor ambulante, ni vehículos circulando por avenidas que animen la trepidante vida de los habitantes. Lo que le interesa a Pérez-Luna es el letrero y su contexto, el aviso que narra una historia, muchas veces mordaz y equívoca. Pero más allá de estas consideraciones está la presencia misma de un país, sus fotos muestran una ciudad inconclusa, algo provinciana al decir por los letreros. Hay desidia pintada en las paredes de la capital, como si exhibiera otros momentos mejores. Sus contenidos asumen una determinada condescendencia haciéndola cruda y poética al mismo tiempo. El callejón Recoveco exhibe un carro desvalijado. Un grafiti firmado por Edwy dice con lapidario humor «Polvo eres y en talco te convertirás». Ignoramos los motivos que impulsaron escribir esta rotunda frase sobre la pared de concreto, sin embargo, estos rebeldes epígrafes son la voz genuina de los espacios urbanos. Y son todas estas palabras las que quiere audicionar con su cámara. Tal vez los muros de la ciudad no sean tan huecos y mudos.
Al ver el conjunto de fotografías de Pérez-Luna no puedo dejar de sentir humor y a la vez nostalgia, mientras más ausente está el hombre, más se precipita su invocación, su humanidad, no obstante, aquí esta misma humanidad se suple con las palabras, sus fotos son crónicas de palabras peregrinas que se resisten al silencio. No interesa si estos letreros están bien escritos o no, o sin han salido del purgatorio, lo que queda claro es que emergieron desde el vientre, desde el corazón.

Douglas Monroy