Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías.
Julio Cortázar
I
Tal vez uno de los momentos más cruciales para pensar en el verdadero valor de una imagen sea el tiempo agobiante que todos atravesamos en esa explosión iconográfica que ha inundado nuestros días. La imagen en el mundo global se ha vuelto principio, medio, fin, efecto, causa única y disímil, empalme particular y contacto heterogéneo con todo lo que nos rodea. La imagen está en lo que transpiramos, en lo que nos hace ser lo que somos e incluso trasciende hacia un enrevesado más allá, lugar donde ese inquietante perfil con el que nos prefiguramos en las redes sociales aglutina las variaciones de una silueta que proyecta aquello que quisiéramos ser, pavorosa escena ideal de el sí mismo que se debate en un espacio completamente dominado por el poder de lo aparente. La imagen se ha vuelto una entidad autónoma; está más allá de nosotros: corre, se desplaza, cambia, es un nudo veloz, una presencia voraz de múltiples fragmentos; un centelleo de estallidos sutiles que parece el espasmo de identidades imposibles de definir, catalogar o atrapar.
Si lo vemos de este modo pareciera que la integridad del sujeto en la cultura contemporánea se ha vuelto de algún modo una sombra. Ausente de si la individualidad se ha trastocado, afectada por el contacto visual de sí mismo y de los otros. La proliferación de la imagen en el panorama actual se ha vuelto un territorio inestable que en cierta forma ha desterrado algo de aquello que nos permitía el contacto directo con los otros y con el afuera: la certeza de lo vivido ahora parece estar desviada por lo que en su afán representativo, comienza a resaltar la sucesiva y efímera cadena de iconografías que nos rodean.
La obra del fotógrafo Alexis Pérez Luna es un compendio amplio que nos conecta paradójicamente con estas consideraciones. Al observar al detalle su trabajo el espectador se preguntará de qué manera he podido llegar a esta conclusión. Comenzaré por relatar el encuentro no solo con su fotografía sino con el punto inicial donde se abriga la substancia que moviliza cada captura de su cámara. Conversar con él, conocer una parte de su historia es un eslabón muy valioso a la hora de entender la pesquisa furtiva que anida en esa volátil pero persistente ansiedad que lo conecta con la imagen.
II
Alexis es en esencia un hombre franco y jovial. Amante de la gastronomía y de los viajes, degusta con placer cada una de sus conversaciones y el encuentro con lo desconocido. Para él la comida es como la alquimia del laboratorio fotográfico, todo viene de la guerra: cocinar, fabricar, revelar, restituir. Son formas de encontrar los bordes del duelo y así superar las melancolías. Mira de frente, pero esencialmente no tiene temor a entregar a la observación y al intercambio con el otro, los recorridos de ese itinerario personal que lo llevó a la fotografía como una forma de aprehensión del mundo. Para Pérez Luna todo lo que fotografía tiene que ver directamente con él mismo y está anclado a la historia de su vida. De padres europeos, su nacimiento en San Agustín del Sur en la ciudad de Caracas estuvo seguido por una progresión incansable de traslados. De Los Palos Grandes en Caracas, continuó hacia Ciudad de México. De allí volvieron a Venezuela pero a la ciudad de Calabozo en el Estado Guárico y así a Villa de Cura también en Venezuela, luego a los recorridos por un frecuente giro de contextos y países: Canadá, Argentina, Francia… Para él sus padres fueron los eternos aventureros de un pasado fragmentado que parecían buscar en mudanzas infinitas, conexión melancólica con ese terruño perdido del que una vez emigraron: la madre desde Francia y el padre desde España.
Para el fotógrafo hay dos momentos cruciales que fijan un antes y un después en todos esos desplazamientos vividos, los cuales también condicionaron su forma de mirar el mundo. El primero de ellos está atado a una anécdota decisiva que revela el impetuoso carácter nómada de su núcleo familiar. El suceso en cuestión tuvo lugar cuando un amigo de su padre le entregó una carta para que si algún día en sus repetidos viajes pasaba por Altagracia —pequeño pueblo ubicado en la ciudad de Córdova en Argentina— se la facilitara al remitente. El padre no sólo decidió hacer el encargo sino viajar directamente con su esposa y sus dos hijos, para ir a llevar la carta. Luego de un largo recorrido desde Buenos Aires a través de un tren de madera, llegaron al pueblo y entregaron la encomienda. Los padres decidieron pasar unos días más para conocer el lugar. Encantados por el nuevo territorio de la sierra argentina determinaron quedarse a vivir allí y compraron a unas monjas en retirada, una casa enorme con quince habitaciones y un gran jardín. Allí pasó Alexis una buena parte de su infancia, la cual relata como un período lleno de felicidad. Fueron dos años de conexión con ese lugar y su gente, de movilizar encuentros, sorpresas, aventuras y juegos como la invención por su parte del polo en bicicleta, disciplina lúdica que él mismo impartió para los niños del pueblo. No obstante, a los dos años de estancia y justo cuando comenzaba a sentirse más cómodo, los padres decidieron emigrar de nuevo. Es allí en el quiebre de ese nacimiento del vínculo que borraba la posibilidad incierta de una nueva ruta, donde las despedidas comenzaron a tomar otras características: “Cuando viajas tanto terminas por no ser de ninguna parte.”
La necesidad de arraigo se convirtió en una infancia y una adolescencia marcada por la soledad, el vacío y la imposibilidad de hacer amistades que alcanzaran una permanencia en el tiempo. El terruño se estaba convirtiendo en un lugar secreto, lejano e imposible. Así llegaría el segundo episodio fundamental en la historia de este fotógrafo, cuando a comienzos de los años sesenta se establece con su familia de nuevo en Venezuela, en la ciudad de Villa de Cura, Estado Aragua. Vivían en una hacienda bastante retirada de la ciudad, las largas caminatas hacia la escuela o los paseos en el campo fueron inoculando en el joven la necesidad de registrar y de perpetuar de alguna forma aquello que lo que acompañaba en su tránsito.
Su padre le regaló una cámara, una pequeña Retinett de la KODAK diseñada por esta empresa como alternativa económica para un mayor alcance de los usuarios. También recibió un caballo, el cual bajo el nombre “Seiscientos” se convirtió en el compañero ideal para investigar los recovecos del paisaje, las instancias, las posibilidades y los personajes de la vereda, las luces y sombras de ese entorno cambiante que fue atrapando en cada una de sus visitas gracias a las conquistas de la fotografía: aprehensiones de un encuentro duradero que se estaba dando a través de la imagen… “A mí me salvó la fotografía”, manifiesta Pérez Luna mientras conversa sobre estos recuerdos. Tiempo después su padre apoyó el destino que despuntaba a borbotones y le montó un laboratorio de fotografía en casa, brindándole un inestimable respaldo. No obstante, siempre se esperó de él el desarrollo de otros triunfos futuros: una licenciatura en administración o que por lo menos se convirtiera en un profesional de carrera más allá de ese pasatiempo que ocupaba sus días. Pero la imagen se había anclado en él como la única posibilidad para la sobrevivencia y un día, sin mirar hacia atrás, lo dejó todo por la fotografía: “Fue así como me convertí en un paria de la imagen”
III
No es de extrañar que en cada una de las imágenes que componen la obra fotográfica de Alexis Pérez Luna, ronde la respiración de ese algo que parece estar perdido y que se pone en evidencia mediante las batallas territoriales que el artista levanta entre su cámara y el contexto, apelando a la melancolía errante de un mundo interior que siempre lo determinó y cuyo núcleo de movilización pareciera ser la ausencia. Para la filósofa y teórico de la literatura Julia Kristeva los procesos melancólicos son aquellos mecanismos que se desatan en el sujeto frente a la pérdida de un algo que no se sabe exactamente qué es. A diferencia del sujeto que se sume en el duelo, el melancólico es incapaz de definir la causa o la forma de esta pérdida desconocida. Entonces, ese “algo”, esa “cosa” perdida viene a convertirse en una especie de mundo desalojado que inunda al sujeto, mundo de la nada frente al cual tan sólo la reelaboración simbólica que propone el arte, es quizás, la única salida.
Ausencias es un libro que narra las contiendas del fotógrafo contra y desde esa significativa renuncia simbólica que lo ha perseguido durante toda su vida. En conjunto, la reunión tiene la maestría de establecer un engranaje particular que le otorga un carácter profundo a cada imagen aunque pertenezcan a series y a épocas distintas, ya que al ser reunidas todas en ocasión de este proyecto editorial vienen a develar un sentido elíptico en ese centro de acción que mueve las manivelas del fotógrafo. En su totalidad, consta de xxxxx imágenes realizadas entre la década de los setenta y el año 2014. Fueron llevadas a cabo por motivos heterogéneos y ejecutadas a través de todo tipo de técnicas y formatos, entre los que se incluyen cámaras analógicas, equipos digitales e incluso telefonía móvil. Como sumario todas fueron realizadas en lugares remotos, equidistantes entre sí, producidas durante los múltiples viajes realizados por el autor durante casi cinco décadas de trabajo. Pero a pesar de estas condiciones disparejas el grupo se articula y pone en evidencia una secuencia vital de espacios y momentos que solo han podido articularse gracias a esa temperatura de creación que marca la obra del artista y que es la obsesión principal que subyace en toda su producción fotográfica: la necesidad de hacer existir aquello que ha perdido su forma, de volver a nombrar y de re-significar los vacíos de ese mundo desalojado que lo envuelve y que se extiende en la esencia de cada trabajo.
Alexis Pérez Luna se identifica a sí mismo como un fotógrafo de calle a lo Cornel Capa. No produce las imágenes ni arma los lugares para sus tomas. Su norte es la foto pura, esa que surge desde las aceras, en las esquinas, por entre los recovecos de lo urbano, emanando y subsistiendo en la posteridad de esos restos o huellas que el tránsito del vínculo va dejando a su paso: un banco vacío, el inicio de una tormenta, una escalera que acaba de ser transitada, un mobiliario deshabitado, un carro consumido por el follaje, una parque en ruinas. Para él la búsqueda siempre ha estado amarrada a la realización de una imagen perfecta que se cruza en el momento indicado para su mirada, y que lo paraliza al tiempo que lo mueve a realizar la captura inmediata. Pérez Luna confiesa que detenerse en una imagen o en el por qué se realiza una fotografía es un acto absolutamente irracional: “Fotografiar es unir la cabeza con el ojo, con el corazón y yo agregaría que también con el estómago, con todo el sistema sensorial completo”.
Al hablar de este proceso no deja de pensar y citar a Walter Benjamin y el famoso “inconsciente óptico” que el filósofo puso en escena en el reconocido ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: un engranaje infinito de circunstancias, memorias, emociones, traumas, técnicas, miradas, experiencias de vida y verdades inoculadas; un códice invisible que tan sólo la contingencia de una imagen en diálogo secreto con el territorio recóndito del artista logran reunir momentáneamente para hacerlas estallar en una hoja en blanco, en el negativo, en la asombrada pantalla de la representación.
“En el mundo hay miles de situaciones que están allí esperándote, están aguardando que les pases por delante y las reconozcas como tuyas…” Curioso punto de una estrategia personal donde también estamos nosotros, los sujetos múltiples de esa mirada atrapada en la proliferación iconográfica, individualidades desterradas en una sociedad global atestada por el intercambio visual sin periplos definidos. En cada imagen de Alexis Pérez Luna reunidas en libro Ausencias, nos confrontamos con un espacio de reelaboración constante, valor de una imagen que se busca en la pérdida de sí misma, intersticio emotivo donde esa historia compleja de carencias y destierros también nos lleva a la parábola inacabada de nuestros propios eclipses y ostracismos. En este abismo de dicotomías en que se ha convertido la prolífica narrativa tapiada de nuestro mundo global, encontramos una poética tenaz de verdades desvanecidas que el artista revela desde su fotografía y que traza sobre nosotros la cadencia de esa lucha perseverante que al tiempo que nos engarza, nos refleja: fijeza de un yo deshabitado, empeñado en encaminar las semblanzas de un vínculo perdido que insiste en manifestarse, una y otra vez.