Debo aclarar que en las siguientes líneas transito la vía de la confianza para llegar a lo confesional:
Quizás porque miré parte de la vida de la infancia detrás de una vitrina de la tienda de mi padre, el maniquí, que entre los cristales vivía, llamaba mi atención y competía en mis fantasías con la vida de las muñecas que estaban al alcance de mis manos y mi voz. Pero lejos de la identidad del nombre propio dado a cada muñeca, el maniquí siempre fue anónimo, distante, sólo tocado por quien en algún momento considerara su cambio de apariencia u orientación. Nunca mis manos supieron de su textura u otra cualidad de la piel que imitaba. Mis muñecas, en su mayoría, tenían cabellos como los de verdad: el medio cuerpo de la mujer de la vitrina, mostraba unos cabellos moldeados en el mismo material de su cara y su busto y pintado en tono conveniente. Es verdad que yo era quien movía mis muñecas cuando bailaban, la mujer de la vitrina siempre mostraba rigidez, cuando era movida, pese a que en la tienda había música que incitaba al movimiento.
Era casi niña cuando, entre la música que escuchaban las hermanas mayores, Sara Montiel se refería al maniquí en una canción y decía:
“…maniquí, maniquí veleta coqueta nací…
…soy fría, muy de aquí…
Dicen que soy una muñeca de igual condición
que un maniquí de blanca cera, de mimbre o cartón”
Entonces, un aire de frivolidad y frialdad hacia el otro, en esa comparación que la cantante hacía, comenzó a rodear a quienes habitaban las vitrinas y escaparates exhibidores.
Llegué a la edad de la fascinación por lo que mostraban las vidrieras, el llamado a seguir la moda, esos años marcados por la adolescencia la juventud y la coquetería. Entonces, en los maniquíes creía ver la perfección de los cuerpos, lo que en ellos se lucía y el equilibrio de las poses en las que eran puestos y que intenté tantas veces imitar con poca suerte, en el silencio de la noche y ante el espejo de mi habitación. De alguna manera, y para entonces, posiblemente a manera de consolación, creí entender que, a pesar de haber sido hecho a semejanza de nosotros, el maniquí era, a la vez, muy diferente y quizás lo que más marcaba la diferencia era su perfección en la apariencia, superada entre otras cosas por nuestra posibilidad de movernos a voluntad. Comencé así a percibir la gran diferencia entre lo real y lo irreal, entre la verdad y lo aparente, entre lo ficticio y lo cierto.
Siempre hubo una canción. Siempre fue el maniquí.
En la década de los 80, una banda española fue un anticipo de epifanía con “la fiesta de los maniquíes”:
Rígidos los cuerpos los maniquíes bailan
Con el rojo de sus labios, el brillar de su cabello
Miradas de cristal bajo el saxo envueltas
Perfecciones en los rizos, sus gargantas secas…”
Fiesta de los maniquíes…
No los toques…
Creí que esta canción, como muchas de esos años, era una crítica a la sociedad, al hombre de esa época, en todos los sentidos, parecía que en ellos prevalecía la frialdad y la falsedad, como en los maniquíes. Era evidente lo artificial, lo superficial tanto en lo individual como en la sociedad. Así como a voluntad del interesado, se cambia la apariencia del maniquí, así, ha ido el hombre y la sociedad mostrándose, a conveniencia, de maneras y formas diferentes, no en vano, ese maniquí que creó, tan a su semejanza, fue estructurado y articulado, para poder ser cambiado de forma y aspecto, ser movido de lugar, siempre para que muestre lo que conviene, lo que debe gustar, lo que nos interesa, lo que anhelamos, hasta tal vez, lo irracional, como cuando Joan Manuel Serratnos canta. :
“Era la novia vestida de tul
con la mirada lejana y azul
que sonreía en un escaparate
con su boquita menuda y granate…
…Yo amaba a esa mujer de cartón piedra…”
Finalmente, por estos días, los cuales, por lo que diré a continuación, fueron buenos días, viene Marisela Fuentes Vera y además de su sonrisa y sus cálidos abrazos, en sus manos nos trae uno de los libros de su amado Alexis Pérez Luna admirado y querido artista que nos deleita con su poesía visual. Entonces sí: La epifanía es total. Toco desde mi mirada, lo que antes fue la suya tras la cámara, dentro y fuera del escaparate, allí, en una tabla, o frío suelo, allí están: algunos como nosotros: fuera de lugar, desarmados, descompuestos, desmembrados, incompletos. Seguramente, también como nosotros, en algún momento tendrán, en su rígido cuerpo, la necesidad del brazo de otro, o la mano ajena a la suya, pero imprescindible para estar de nuevo completo, allí está uno: sofocado por el plástico, como el de la tortura, como el que contamina, como el que mata.
Ahora más que nunca, está cercano al modelo que copia, a su creador. El mundo del maniquí es una alegoría del nuestro: caótico, desarmado o armado a conveniencia, para construir o destruir.
Llego hasta aquí y agradezco a Alexis Pérez Luna por su obra siempre, por cada imagen que su alma y mirada de artista y poeta captan y que, como en el caso de Alegorías, nos lleva a la reflexión y a la meditación necesarias para hacernos verdaderamente más reales para lograr el mundo que queremos, que necesitamos.